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El sonido del viento: una melodía natural que nos envuelve     El viento no se ve, pero se siente. Su paso agita las hojas, mueve las cortinas, silba entre las rendijas y a veces ruge con fuerza sobre los tejados. Es una de las presencias más antiguas y constantes del mundo natural, y su sonido ha acompañado al ser humano desde el principio de los tiempos. En cada lugar y en cada momento, el viento suena distinto, como una melodía invisible que nos conecta con la tierra, el cielo y nuestras propias emociones.  El sonido del viento nace del movimiento del aire al chocar contra superficies: árboles, edificios, montañas, o incluso nuestro propio cuerpo. Su intensidad, tono y ritmo cambian según su velocidad, dirección y entorno. Puede ser un susurro suave en una tarde tranquila, un lamento largo en una noche solitaria o un estruendo que anuncia tormenta. En el desierto, suena como un canto seco que arrastra arena; en el bosque, como un murmullo lleno de vida; junto al mar...

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El valor de lo cotidiano: cuando lo simple se vuelve esencial

Hay días en los que no pasa nada extraordinario. No hay grandes noticias, ni momentos inolvidables, ni decisiones que cambien el rumbo de la vida. Son días normales, aparentemente iguales a los anteriores, hechos de rutinas, de tareas repetidas, de gestos simples. Y, sin embargo, en esa normalidad silenciosa se esconde algo profundo. Porque lo cotidiano —eso que a veces ignoramos por estar esperando lo extraordinario— es también lo que sostiene nuestra existencia.

Despertarse y hacer café. Tender la cama. Saludar a alguien por costumbre. Regar una planta. Volver caminando por el mismo camino. Son acciones tan habituales que rara vez les damos valor. Pero, si lo pensamos bien, ¿qué sería de nosotros sin ellas? ¿Qué sería de los vínculos sin esos pequeños gestos que se repiten cada día? ¿Qué sería del hogar sin las cosas simples que lo habitan?

La vida no siempre se construye con grandes acontecimientos. Muchas veces se forma a partir de lo que parece invisible. Una conversación breve en medio del almuerzo. Un mensaje sin motivo. Un “¿cómo dormiste?” al comenzar el día. No son frases que cambien la historia, pero sí construyen el tejido íntimo del que estamos hechos. Lo cotidiano es el escenario donde se despliega nuestra humanidad más sincera.

Aprender a mirar con otros ojos lo cotidiano no requiere cambiar nada, solo estar presente. Notar cómo la luz entra por la ventana a cierta hora, cómo huele la cocina al final de la tarde, cómo suena el silencio cuando todos se han dormido. Son detalles mínimos, pero cargados de belleza si los dejamos ser. A veces buscamos fuera lo que ya está adentro. Perseguimos momentos extraordinarios sin ver que estamos rodeados de pequeñas joyas diarias.

En tiempos de incertidumbre, lo cotidiano adquiere aún más peso. Cuando todo parece tambalear, cuando lo externo cambia o se derrumba, lo habitual se convierte en refugio. El café de siempre, la música que conocemos, los objetos que nos acompañan desde hace años, la rutina que nos organiza. En lo conocido hay contención. En lo repetido, una forma de certeza. Y eso, en algunos momentos, puede ser lo más valioso.

Pero también es cierto que lo cotidiano puede adormecernos si no lo miramos con atención. Puede volverse automático, plano, vacío. Por eso la clave no está solo en repetir, sino en habitar. En preguntarse, de vez en cuando: ¿qué sentido tiene esto que hago? ¿Qué me dice este gesto, este momento, este hábito? No para juzgar, sino para redescubrir. Porque muchas veces, algo tan simple como cambiar el orden de los objetos, caminar por una ruta diferente o cocinar con intención puede renovar la forma en que vivimos lo diario.

Y es que lo cotidiano es también una forma de amor. Amor en la constancia, en la presencia, en lo que se sostiene sin aplausos. Cuidar a alguien cada día. Hacer lo necesario aunque no se note. Estar disponible, preparar algo rico, dejar una nota. Son actos invisibles que no buscan reconocimiento, pero que son esenciales. Lo cotidiano es donde el amor se vuelve hábito, y el hábito se vuelve raíz.

Quizás por eso, cuando algo se pierde —una persona, un espacio, un tiempo—, lo que más se extraña no son los momentos extraordinarios, sino los gestos diarios. El sonido de una risa en la mañana. La forma en que alguien decía tu nombre. La taza que usaba todos los días. Lo que parecía insignificante se vuelve sagrado. Porque en el fondo, lo simple es lo que más nos sostiene.

Así que, la próxima vez que sientas que no está pasando “nada”, detente un momento. Mira alrededor. Escucha. Respira. Tal vez ahí, en lo pequeño, en lo repetido, en lo familiar… esté ocurriendo lo más importante: la vida, en su forma más pura.



 
 


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