Entrada destacada

PL-25

El sonido del viento: una melodía natural que nos envuelve     El viento no se ve, pero se siente. Su paso agita las hojas, mueve las cortinas, silba entre las rendijas y a veces ruge con fuerza sobre los tejados. Es una de las presencias más antiguas y constantes del mundo natural, y su sonido ha acompañado al ser humano desde el principio de los tiempos. En cada lugar y en cada momento, el viento suena distinto, como una melodía invisible que nos conecta con la tierra, el cielo y nuestras propias emociones.  El sonido del viento nace del movimiento del aire al chocar contra superficies: árboles, edificios, montañas, o incluso nuestro propio cuerpo. Su intensidad, tono y ritmo cambian según su velocidad, dirección y entorno. Puede ser un susurro suave en una tarde tranquila, un lamento largo en una noche solitaria o un estruendo que anuncia tormenta. En el desierto, suena como un canto seco que arrastra arena; en el bosque, como un murmullo lleno de vida; junto al mar...

ML- 789



 

 

 Lo que no se dice: el lenguaje invisible del gesto

En una conversación, no todo lo que importa se dice con palabras. De hecho, muchas veces lo más profundo se comunica de otra manera: una pausa que se alarga, una mirada que baja, un suspiro que interrumpe la frase, un temblor leve en la voz. Vivimos creyendo que hablamos con la boca, pero en realidad hablamos con todo el cuerpo. Y en ese lenguaje silencioso —hecho de gestos, de tonos, de ausencias— se esconden verdades que no siempre sabemos cómo nombrar.

Lo que no se dice puede ser tan poderoso como lo que se dice. A veces más. Un “estoy bien” puede cubrir un mundo entero de tristeza. Un “no pasó nada” puede querer decir “no sé cómo explicarlo”. La superficie del lenguaje suele ser educada, lógica, funcional. Pero debajo de ella se mueve otro río, más antiguo, más emocional, que también busca salida. Y muchas veces, sale por donde puede: por los ojos, por las manos, por los silencios.

Aprender a leer ese lenguaje es un acto de sensibilidad. Requiere atención, escucha profunda, intuición. No para suponer ni para invadir, sino para acompañar mejor. Escuchar lo que no se dice es también una forma de amor. Es notar cuándo alguien está diciendo “ayúdame” sin usar esas palabras. Es saber cuándo un abrazo es más adecuado que una respuesta. Es comprender que, a veces, lo que duele no se puede explicar de inmediato.

En nuestras propias vidas, también hay mucho que no decimos. No por falta de deseo, sino porque a veces las emociones son más grandes que el idioma. El miedo, la culpa, la gratitud, el amor: todos tienen matices difíciles de traducir. Y sin embargo, el cuerpo los guarda, los expresa, los filtra. Un escalofrío, una tensión repentina, una lágrima contenida, un temblor en las manos. El cuerpo tiene su propio modo de hablar.

Por eso es tan importante darnos espacios seguros para lo no dicho. Lugares donde no haya presión por explicarlo todo, donde el silencio también tenga valor. No todo debe ser nombrado enseguida. A veces, basta con estar. Con permitir que lo no dicho tenga un lugar en la conversación, en el vínculo, en el día. Confiar en que, cuando estemos listos, las palabras llegarán solas. Y si no llegan, también está bien.

Este lenguaje invisible también se cultiva. Cuanto más aprendemos a observar sin juzgar, más finos se vuelven nuestros sentidos. Descubrimos que una mano quieta puede hablar de ansiedad. Que una sonrisa tensa puede esconder agotamiento. Que un cambio de tema puede ser un escudo. Y lejos de convertirnos en intérpretes perfectos —que no existen—, nos volvemos más humanos, más atentos, más presentes.

No se trata de forzar lo no dicho a salir, ni de convertirnos en detectives emocionales. Se trata, simplemente, de estar abiertos. De aceptar que hay cosas que se sienten antes de entenderse, que se expresan antes de ordenarse. Y que cada persona tiene su propio ritmo para poner en palabras lo que lleva dentro. Acompañar ese ritmo, sin presión, es un regalo enorme.

Porque al final, lo que no se dice también construye la historia. También deja marca. También necesita espacio. Aprender a convivir con ese lenguaje, a respetarlo, a honrarlo, es una forma de profundidad que rara vez se enseña. Pero que, cuando se vive, transforma.

En ese gesto pequeño, en ese silencio compartido, en ese momento en que no decimos nada pero lo entendemos todo… ahí también hay verdad. Ahí también hay ternura. Ahí también estamos vivos.



 
 


Leer más…

Leer más…