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La importancia de aburrirse: cuando el vacío se convierte en semilla

Hoy en día, el aburrimiento es visto casi como un enemigo. Ante el más mínimo indicio de vacío o inactividad, recurrimos al celular, encendemos una pantalla, abrimos una aplicación. Vivimos inmersos en un flujo constante de estímulos diseñados para evitar que nos enfrentemos a ese silencio incómodo que es no tener nada que hacer. Sin embargo, aburrirse —de verdad— no solo es natural, sino profundamente necesario. Es en ese espacio sin ruido donde muchas veces florecen las ideas, el descanso real y la conexión con uno mismo.

Durante la infancia, el aburrimiento era un terreno fértil para la invención. Cuando no había juguetes nuevos ni entretenimiento a la vista, aparecían juegos improvisados, mundos imaginarios, preguntas profundas. Con el tiempo, sin embargo, aprendimos a temerle. A asociarlo con improductividad, con pereza, con tiempo “perdido”. Y así, fuimos llenando cada rincón de nuestros días con tareas, compromisos, distracciones. Pero la mente también necesita pausa, necesita espacio, necesita respirar.

El aburrimiento es un espejo. Nos obliga a mirar hacia adentro, a confrontar el silencio, a detenernos. Y eso, en una cultura que nos empuja a estar constantemente haciendo, puede resultar incómodo. ¿Qué ocurre cuando no hay nada que hacer? ¿Quiénes somos sin actividad constante? ¿Qué pensamientos surgen en esa quietud? Preguntas que, aunque parezcan simples, pueden abrir caminos internos insospechados. El aburrimiento puede ser la puerta de entrada a reflexiones profundas, a emociones que habíamos ignorado, a ideas que esperaban un poco de vacío para surgir.

Incluso en el plano creativo, el aburrimiento tiene un rol clave. Grandes artistas, escritores y científicos han reconocido que sus mejores ideas surgieron no en medio de la actividad frenética, sino en momentos de espera, de pausa, de tedio. Es en la mente que divaga donde nace la chispa. El exceso de estímulo, en cambio, puede saturar y bloquear. La creatividad necesita espacio, y el aburrimiento es uno de los modos más naturales de crear ese espacio.

Además, permitirnos aburrirnos es un acto de autoescucha. Es decirnos: no necesito estar produciendo todo el tiempo para tener valor. No tengo que llenar cada minuto para sentirme pleno. Es recuperar la libertad de no hacer, de no consumir, de simplemente estar. Sentarse en un banco, mirar el cielo, dejar que la mente vague sin rumbo. Todo eso, aunque parezca inútil, es profundamente humano.

Pero esto no significa que el aburrimiento sea siempre placentero. Puede doler. Puede confrontarnos con el vacío, con la falta de sentido, con emociones dormidas. Justamente por eso es tan valioso: porque no disfraza, no adorna, no entretiene. Nos muestra el fondo. Y solo desde ahí, desde ese silencio honesto, podemos construir algo verdadero. Escuchar lo que el aburrimiento nos dice puede ayudarnos a redirigir la vida, a preguntarnos qué deseamos de verdad, qué nos falta, qué queremos soltar.

Revalorizar el aburrimiento es también un gesto de resistencia. Frente a un mundo que nos quiere ocupados, distraídos, siempre encendidos, el acto de no hacer puede ser radical. Una forma de recuperar el control sobre nuestro tiempo, sobre nuestra atención, sobre nuestro deseo. Dejar espacios vacíos en la agenda, no tener plan para el domingo, mirar por la ventana sin propósito. Todo eso puede ser semilla de algo nuevo.

Al final, aburrirse no es un problema que hay que solucionar, sino una oportunidad que hay que aprender a habitar. Una pausa. Un descanso. Un lugar desde el cual puede comenzar algo distinto. Y tal vez, en ese rato que parecía perdido, descubramos algo que estaba esperando, en silencio, a que por fin lo escucháramos.



 
 


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