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PL-25

El sonido del viento: una melodía natural que nos envuelve     El viento no se ve, pero se siente. Su paso agita las hojas, mueve las cortinas, silba entre las rendijas y a veces ruge con fuerza sobre los tejados. Es una de las presencias más antiguas y constantes del mundo natural, y su sonido ha acompañado al ser humano desde el principio de los tiempos. En cada lugar y en cada momento, el viento suena distinto, como una melodía invisible que nos conecta con la tierra, el cielo y nuestras propias emociones.  El sonido del viento nace del movimiento del aire al chocar contra superficies: árboles, edificios, montañas, o incluso nuestro propio cuerpo. Su intensidad, tono y ritmo cambian según su velocidad, dirección y entorno. Puede ser un susurro suave en una tarde tranquila, un lamento largo en una noche solitaria o un estruendo que anuncia tormenta. En el desierto, suena como un canto seco que arrastra arena; en el bosque, como un murmullo lleno de vida; junto al mar...

774 - UNA TARDE EN EL SAUNA





 
 
 

El valor de lo cotidiano: 
encontrar belleza en lo simple

A menudo asociamos la belleza con lo extraordinario: un atardecer en una isla lejana, una obra de arte imponente, un momento perfecto que parece salido de una película. Pero lo cierto es que gran parte de la vida transcurre en lo cotidiano, en los pequeños gestos que se repiten día tras día. Y es allí, en ese espacio aparentemente insignificante, donde también habita una forma profunda y silenciosa de belleza.

Tomarse un café en la mañana mientras la ciudad despierta, tender la cama con cuidado, regar una planta, recibir una sonrisa inesperada. Todo eso, si se observa con atención, tiene una textura emocional que va más allá de la simple acción. Son actos que en apariencia no cambian el mundo, pero que sí modelan nuestra forma de estar en él. La rutina, lejos de ser enemiga del asombro, puede ser un terreno fértil para la contemplación si aprendemos a mirarla con nuevos ojos.

Vivimos en una cultura que premia la productividad, la novedad constante, el ruido. Se nos dice que lo importante es avanzar, lograr, destacar. Pero en ese afán, muchas veces pasamos por alto lo que ya tenemos. Lo cotidiano no suele hacer ruido. No busca likes, no genera titulares. Pero está ahí, sosteniéndonos día tras día, dándonos estructura, calma y sentido. En el fondo, es lo que verdaderamente configura nuestra existencia.

Aprender a valorar lo simple no es conformismo, es una forma de resistencia. Es elegir la profundidad por sobre la espectacularidad, lo verdadero por sobre lo inmediato. Cuando somos capaces de encontrar belleza en lo cotidiano, ganamos libertad. Porque dejamos de depender de grandes eventos para sentirnos plenos. Comenzamos a ver con claridad lo que antes pasaba desapercibido: el sonido de la lluvia en la ventana, el aroma de una comida casera, la ternura de un silencio compartido.

Además, la belleza de lo cotidiano es profundamente humana. No exige perfección. Al contrario, se construye a partir de lo imperfecto, de lo simple, de lo que está al alcance de la mano. Nos recuerda que no hace falta escapar para estar bien, que no todo lo valioso tiene que ser grandioso. A veces, basta con estar presentes, con detenernos un momento y observar con atención lo que normalmente damos por sentado.

Redescubrir lo cotidiano es, en cierta forma, reencontrarse con uno mismo. Es volver a habitar los propios días con más conciencia, con más gratitud, con más ternura. Es entender que la vida no siempre se mide en eventos extraordinarios, sino en cómo decidimos vivir los momentos comunes. Y cuando logramos hacer eso, algo cambia: lo cotidiano deja de ser una carga y se convierte en un refugio, una fuente de belleza constante, tranquila y profundamente real.


 
 


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