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El sonido del viento: una melodía natural que nos envuelve     El viento no se ve, pero se siente. Su paso agita las hojas, mueve las cortinas, silba entre las rendijas y a veces ruge con fuerza sobre los tejados. Es una de las presencias más antiguas y constantes del mundo natural, y su sonido ha acompañado al ser humano desde el principio de los tiempos. En cada lugar y en cada momento, el viento suena distinto, como una melodía invisible que nos conecta con la tierra, el cielo y nuestras propias emociones.  El sonido del viento nace del movimiento del aire al chocar contra superficies: árboles, edificios, montañas, o incluso nuestro propio cuerpo. Su intensidad, tono y ritmo cambian según su velocidad, dirección y entorno. Puede ser un susurro suave en una tarde tranquila, un lamento largo en una noche solitaria o un estruendo que anuncia tormenta. En el desierto, suena como un canto seco que arrastra arena; en el bosque, como un murmullo lleno de vida; junto al mar...

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El color de la arena: una historia de orígenes, climas y memorias

La arena parece, a simple vista, un elemento simple del paisaje. Sin embargo, basta con viajar de una playa a otra para descubrir un fenómeno fascinante: la arena no siempre es igual. Su color varía del blanco resplandeciente al negro volcánico, pasando por tonos dorados, rosados, rojizos o incluso verdes. Esta diversidad de colores nos habla de su origen geológico, del entorno que la rodea y también de cómo la percibimos y recordamos.

La arena no es más que el resultado de la erosión: el desgaste de rocas, corales, conchas, minerales y otros elementos que, con el paso del tiempo, se descomponen en pequeños granos por la acción del viento, el agua y el movimiento constante. Su color depende directamente de su composición. Por ejemplo, la arena blanca típica de muchas playas tropicales suele formarse a partir de restos de coral y conchas, ricos en carbonato de calcio. En cambio, las arenas doradas o amarillas provienen del granito o del cuarzo, muy comunes en regiones templadas.

Las arenas negras, como las que se encuentran en algunas costas de origen volcánico, contienen basalto, un mineral oscuro que proviene de la lava solidificada. Las arenas rosadas, más raras, deben su tono a fragmentos de coral rojo o foraminíferos. Incluso existen playas verdes, como las de Hawái, cuya arena contiene olivino, un cristal de origen volcánico que le da ese tono esmeralda tan particular.

Pero más allá de su composición, el color de la arena tiene un impacto directo en nuestra experiencia sensorial. La arena blanca refleja más el sol, haciéndola más brillante y, en algunos casos, más caliente. Las arenas oscuras tienden a absorber el calor, elevando su temperatura bajo nuestros pies. Esta variación influye también en la estética del paisaje: una playa de arena clara transmite calma y amplitud, mientras que una playa de arena negra puede resultar más dramática, misteriosa o incluso exótica.

El color de la arena también despierta recuerdos y emociones. Nos transporta a momentos específicos: unas vacaciones, una caminata al atardecer, una historia vivida en la orilla. Así, su color se convierte en algo más que una cualidad física: se vuelve parte del recuerdo, de la nostalgia, del instante guardado en la memoria.

En definitiva, la arena es testigo de millones de años de historia natural, pero también de nuestras propias historias. Su color es un espejo del entorno y, al mismo tiempo, una huella de nuestras vivencias junto al mar.


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